¿Reiniciar, ha dicho usted?


Víctor Rago A.

El Consejo Universitario y los Consejos de Facultad en más de una ocasión han
pedido a las escuelas, institutos y otros órganos académicos y de gestión administrativa
información actualizada sobre sus condiciones para retomar la actividad en la Universidad
Central de Venezuela. Desde el ámbito en que me desenvuelvo –la Escuela de Antropologíaveo las cosas de la siguiente manera. Los departamentos de la escuela han respondido a una
consulta del director sobre el denominado «reinicio» señalando que no están en condiciones
de reanudar los quehaceres académicos por medios telemáticos –las funciones in situ han
sido de momento descartadas por el propio Consejo Universitario- en una escala y de una
forma que haga de ellos algo equivalente al régimen presencial, en términos de resultados
pedagógicos, estándares de calidad y garantías de equidad. Algunos departamentos no han
todavía dado a conocer su opinión, pero parece previsible que coincidan con los que ya
respondieron. Las razones están a la vista: o bien no se dispone de acceso estable a internet
o bien se carece de él, no se cuenta con el equipamiento necesario, no hay condiciones locales
adecuadas (el hogar fungiría de gabinete de trabajo), el servicio eléctrico está sujeto a
discontinuidad frecuente, otros servicios básicos se reciben precariamente, no se está
suficientemente formado en la didáctica de educación a distancia, etc., etc. Estas limitaciones
actúan de modo similar en lo que a los estudiantes se refiere.
Con escrupulosa pudibundez, las autoridades universitarias y decanales (y la mayor
parte de las que siguen en la jerarquía directiva) regatean mencionar en el necesarísimo
primer lugar una limitación adicional cuyo efecto no obstante es decisivo para el apropiado
desempeño de las obligaciones académicas: la misérrima remuneración del profesorado. Se
comprende con facilidad que este no se muestre muy entusiasta por cumplir tareas laborales a
cambio de un ingreso que no supera la centésima parte del que debería percibir y no alcanza
a cubrir las necesidades esenciales de la persona, menos aún de su familia. Esta actitud
encuentra además firme amparo en la posición que han adoptado los gremios universitarios
a propósito de la indigencia salarial y la presión para el «reinicio». La Federación de
Asociaciones de Profesores Universitarios de Venezuela (FAPUV) ha sido categórica en este
particular. E igualmente la Asociación de Profesores de la UCV en numerosas declaraciones
públicas extensamente difundidas (así como otras organizaciones gremiales y sindicales
universitarias no académicas).
No sería sensato, sin embargo, oponerse de plano a que la universidad, sus facultades,
escuelas, institutos y demás cuerpos vinculados a la investigación y la docencia lleven a cabo
ciertas actividades y estimo razonable que cada universitario contribuya en alguna medida a
que así sea, dentro de las limitaciones arriba indicadas y con la flexibilidad que estas exigen.
Es el caso, por ejemplo, de tutorías y otras formas de asesoramiento, discusión de tesis
estudiantiles, profesorales y trabajos de ascenso, conferencias, foros, grupos de discusión,
talleres sobre temas académicos u otros de valor institucional, quizás alguna producción
editorial y otras modalidades de difusión de conocimientos, etc., etc. Por lo demás, cada quien
debe gozar de la posibilidad, por reducida que sea, de organizar su tiempo y administrar sus
energías para la lectura, el estudio y la investigación destinados a satisfacer sus propios
intereses intelectuales y profesionales, lo cual a la postre siempre redundará en beneficio de
la institución.
De otro lado, la comunidad académica (y aun la comunidad universitaria en general)
debería dedicar una parte significativa de su esfuerzo a la consideración de asuntos capitales
para la institución no determinados, aunque sí obstaculizados y complicados, por la
pandemia. Estos asuntos, concernientes a la tensión entre cometidos permanentes y sentido
contemporáneo de la universidad, conforman una agenda que con tenacidad digna de mejor
causa ha sido reiteradamente eludida por quienes deberían ponerla en práctica. No hay que
escrutar demasiado para darse cuenta de que tales cuestiones representan hoy por hoy un
gravoso pasivo que exige sin dilación el ejercicio crítico de las capacidades reflexivas y
deliberativas de la universidad, señaladamente de su cuerpo de profesoral.
La situación en su conjunto debería también ser correctamente entendida por el
alumnado. Se comprende que este se encuentre ansioso por proseguir con su formación pero
no es algo que pueda hacerse de cualquier manera. Pretender «recuperar el tiempo perdido»
es ingenuo e irresponsable si los procedimientos que hubieran de implementarse no
garantizaran la calidad académica y la inclusión necesarias. Debemos ciertamente acoger con
beneplácito todas las iniciativas estudiantiles encaminadas a preservar la solvencia
académica pero por ningún respecto hay que transigir con las que aun invocando el derecho
al estudio la erosionen o comprometan. Para todos ha de estar meridianamente claro que las
causas de que aquel derecho sea de difícil cumplimiento en la universidad pública venezolana
actual son ajenas al profesorado e imputables en cambio a factores cuyos patentes orígenes
nos dispensan de su mención en esta oportunidad.
Por lo que toca a las autoridades, les compete ineludiblemente formular directrices
tan claras como sea posible para que, salvadas las diferencias locales de una facultad y de un
espacio académico particular a otro, la institución universitaria pueda funcionar con un grado
razonable de sentido unitario. El papel de los responsables de la conducción institucional en
los diferentes niveles no consiste, como con frecuencia parecen creer algunos a pie juntillas,
en el empeño de que haya imperativamente clases y otras actividades, sino en dictaminar a
partir del examen atento de las condiciones prevalecientes qué es factible y qué no lo es.
Naturalmente, para ello deben contar con el insumo de las más variadas fuentes (cátedras,
departamentos, escuelas, institutos de investigación, departamentos administrativos…) y con
la opinión de profesores, estudiantes y empleados. Pero su propia responsabilidad en cuanto
autoridades, especialmente en el caso de las rectorales y decanales, les exige encabezar sin
titubeos la evaluación de la situación y asumir con decisión la tarea de diseñar las medidas
generales y específicas que dicha situación demande, contando –hay que repetirlo- con el
concurso de los diferentes sectores universitarios a los cuales habría que convocar sin
distinciones discriminatorias. Conviene recordarlo porque pudiera ser que en amplios
sectores del profesorado se haya estado incubando últimamente la fundada impresión de que
no es esto lo que acontece.
Me permito insistir para finalizar en que la cuestión remunerativa del personal
académico (así como del sector administrativo e incluso de los estudiantes en lo que respecta
a becas y otros beneficios materiales consagrados normativamente en la vida universitaria)
constituye parte central de dicha evaluación. Más allá de su necesidad legal y su significación
moral, la apropiada remuneración del profesorado tiene un impacto directo en la calidad del
ejercicio docente e investigativo: no cabe esperar rendimientos óptimos en la producción
científica y en la formación de profesionales con profesores cuyo ingreso los reduce a un
estado paupérrimo. Tampoco cabe esperarlos en las funciones de gestión institucional (cargos
de autoridades universitarias, decanales, de dirección y coordinación de postgrados, escuelas,
institutos…), pero en este caso las «primas de responsabilidad», así llamadas, han constituido
un paliativo, aunque el procedimiento de su institución sea cuestionable. No parece haber
justificación para que quienes las perciben (fracción minoritaria del cuerpo académico)
apremien machaconamente –de vez en cuando apelando a motivaciones éticas como para que
les remuerda la conciencia- a quienes desde hace mucho tiempo trabajan en abusivas
condiciones infrasalariales, depauperados por la implacable política gubernamental
antiuniversitaria que ha liquidado tanto la mayoría de los programas académicos esenciales
como las condiciones de vida de quienes deben instrumentarlos para que la universidad
merezca ese nombre.

12 octubre 2020

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